Cómo migran, cómo llegan y cómo se integran los niños, niñas y adolescentes venezolanos en Argentina
Para Claudia, quien estuvo casi un año en Venezuela mientras sus padres estaban en Buenos Aires, llegar significó reencontrarse con su familia. Cuando luego de un largo viaje pudo por fin sentarse a cenar con su familia, vio a lo lejos a su madre en la cocina y sólo pensaba: “no puedo creer que ya la estoy viendo, que ya estoy aquí con ella”.
Llegar a Argentina también significó asombrarse por cosas sencillas. “Había un carro en una central de autobuses al aire libre y sólo pensé ¿no se lo van a robar?”, cuenta Samuel. Y es que vivir en Venezuela los llevó a sorprenderse de las cosas más simples, como la limpieza de las calles o ver a personas caminar en medio de la noche en Buenos Aires.
En junio de 2018, por segundo año consecutivo, Venezuela quedó clasificada como el país más peligroso del mundo para vivir, según la encuesta Ley y Orden Global de Gallup, y cerró el año con una tasa de 81,4 homicidios por cada 100.000 habitantes para un total de 23.047 personas asesinadas, según los datos recopilados por el Observatorio Venezolano de Violencia.
Para Cecilia Castillo, madre de Dylan, llegar significó encontrar la paz, y dice que estará agradecida por siempre con Argentina porque el país les abrió las puertas y les dio la oportunidad de empezar de nuevo.
Mientras para los adultos resulta difícil adaptarse a un lugar distinto a donde pasaron la mayor parte de sus vidas, para los niños las puertas a una nueva vida están a un “hola” de distancia.
“Obviamente hay casos particulares, pero en general se adaptan y tienen una actitud distinta ante estos cambios tan bruscos de contexto. Incluso a veces son los niños los que contienen a los adultos”, explica Kim.
Los niños y adolescentes cuentan que aunque en un primer momento percibieron dificultades para integrarse, luego resultó más fácil. “Al principio la idea fue como que tenía que empezar de cero. Hacer nuevos amigos, estar en un nuevo colegio y pensé que se me iba a complicar mucho. Hacer todo eso era difícil para mí”, cuenta Claudia. “Cuando fue mi primer día en el colegio pensé que no iba a hablar con nadie pero una chica se me acercó y hablé. Así fue como hice amigos”.
Los entrevistados concuerdan en que desde el primer momento sus compañeros argentinos se han mostrado muy solidarios, aunque fue inevitable percibir un choque cultural. Es que en Venezuela los niños suelen ser más sociables y extrovertidos que sus compañeros argentinos, cuentan ellos y sus madres.
Sara es una niña vivaz y conversadora. No teme decir lo que piensa. Sus pies inquietos son los únicos que delatan sus nervios, pero los oculta con el encanto de su personalidad casi teatral con la que da la sensación de ser de esas personas que podría hacer amistad con cualquiera. En su primer día tuvo miedo, como todos, pero pasó poco tiempo antes de que comenzara a hacer amigos.
Su hermano, Samuel, si bien en una primera impresión parece más callado, no tiene dificultades para relacionarse. Aplicado y perfeccionista, también es noble a la hora de ayudar a otros. Su mamá dice que si bien parece tímido, en realidad sólo es muy observador: medita las preguntas y responde con el temple de un adulto. Es esa personalidad por la que no sólo fue reconocido una vez como el mejor alumno, sino dos veces como el mejor compañero.
“Las maestras me preguntaban por los libros que utilizaba allá en Venezuela, porque estaban impresionadas de lo que él sabía de matemática”, cuenta María Teresa Naranjo, mamá de Samuel. “Muchas mamás me escribían para que Samuel estudiara con sus compañeros, creo que por eso lo condecoraron como mejor compañero”.
El lenguaje también es una oportunidad para aprender del otro en el aula: los niños venezolanos aprenden a usar el famoso “che” y los niños argentinos a decir “cónchale”. A pesar de hablar el mismo idioma, de país a país existen palabras con significados muy distintos. Con las migraciones, el lenguaje también se desplaza. Los entrevistados cuentan que al principio no comprendían nada o no lograban darse a entender con sus compañeros. Ahora, estos incluso incorporaron algunas de las palabras venezolanas. “Si no me entienden tengo que explicárselos. O a veces ellos intentan imitarme. Lo bueno es que aquí te incluyen, no te dejan de lado”, cuenta Claudia.
Los niños también encuentran formas de afrontar la situación. Dylan, hablador y enérgico, encontró en el arte un pasatiempo que lo apasiona desde que llegó a Argentina. Habla con entusiasmo de sus dibujos, muestra cada uno de ellos con orgullo y cuenta sus historias. Varios se tratan de juegos o personajes, y aunque algunos son de los juguetes que tuvo que dejar en Venezuela, el mundo de colores de este artista en proceso no deja lugar para la tristeza de extrañar.
Micaela Farfan, una niñera de nacionalidad argentina que cuida a Dylan desde que llegó al país, admite que al principio era complicado entenderse. Por eso, comenzó a anotar los significados de las palabras que no entendía en una libreta. Ahora, después de dos años, Dylan y Micaela se entienden a la perfección y ella rememora como una aventura el proceso de adaptarse el uno al otro.
“Como argentinos solemos ser más distantes. De ellos aprendí más que nuevas palabras, también nuevas formas de llevarnos como personas”, explica. Sobre quienes se quejan de la llegada de inmigrantes reflexiona: “algunos no se dejan llevar, no se abren a la oportunidad de conocer bien al otro. Somos culturas muy diferentes, pero a la vez seguimos siendo las mismas personas, con diferentes formas de hablar o de interactuar. He aprendido mucho de ellos”.
Dylan llegó a Buenos Aires cuando apenas tenía tres años, en lo que su madre, Cecilia, dijo serían sólo unas vacaciones. Aunque ella pensó que los nuevos recuerdos no tardarían en reemplazar a los viejos, Dylan todavía se acuerda de su cuarto azul con sábanas de Spiderman allá en Caracas.
La nostalgia toma forma de muñecas, juguetes, juegos de mesa. Escoger los objetos que podrían acompañarlos en el viaje fue todo un ejercicio de desapego para las personas que entrevistamos. Si bien el extrañar su propio espacio en un entorno totalmente nuevo puede llegar a ser algo pasajero, la ausencia de las caras conocidas es permanente. “Cada vez que hacíamos una videollamada con la familia me decía: ¿Por qué estamos acá si todos los demás están allí?”, cuenta Cecilia.
También es difícil ver cómo los que no se fueron sufren las consecuencias de la crisis en el país sudamericano. “Es muy triste ver lo que pasa y seguirá pasando en Venezuela, cómo tu familia está allá y no puedes hacer nada”, dice Claudia.
A los niños como a los adultos, a veces les resulta difícil acostumbrarse a un nuevo hogar y también a un nuevo nivel socioeconómico, en medio de circunstancias que muchas veces no comprenden del todo. Muchos pasaron de estudiar en colegios privados a asistir a escuelas estatales, de viajar en auto a usar transporte público, de tener un cuarto propio a compartir espacio en un departamento modesto junto a otras tres o cuatro personas, por lo menos hasta que las circunstancias económicas de la familia mejoren. Como explica Nadiezka López, madre de Claudia: “afortunadamente los niños logran no apegarse tanto a las cosas materiales”.
Al llegar, los padres y las madres, sobre quienes descansa la presión económica, debieron aceptar cualquier trabajo para poder mantener a sus hijos. El 45,26% de los migrantes venezolanos posee al menos un título de grado o una tecnicatura, pero sólo el 12,24% de ellos trabaja en su profesión, según una encuesta de la consultora Adecco. En especial durante los primeros meses, los venezolanos suelen enfrentarse a condiciones de trabajo precarias y a veces la situación puede llegar a extenderse por meses o incluso años; de hecho, 6 de cada 10 venezolanos no consigue un trabajo estable.
Para algunos migrantes venezolanos, el país de destino no es un hogar sino un exilio. Viven en silencio una ansiosa espera, hasta que las condiciones de su país de origen mejoren. Sin embargo, si en algo coinciden las madres entrevistadas es en que no miran atrás a la hora de velar por sus hijos. “Me da más miedo que le pueda pasar algo a cualquiera de ellos que a dejar mi comodidad”, explica Nadiezka.
A pesar de que sabe que su vida ya no es la misma, Nadiezka asegura con convicción que no piensa volver a Venezuela: no está dispuesta a pasar de nuevo por el desarraigo. Recuerda con voz temblorosa el día en que, antes de irse, otra de sus hijas le pidió migrar: “Es muy duro que una niña de nueve años te diga ‘no queremos una fiesta, solo queremos irnos. Vámonos que aquí no tenemos futuro’”.
María Teresa se siente fracturada; nunca se imaginó viviendo fuera de su país. Fue la desesperación de no poder satisfacer las necesidades más básicas de sus hijos la que la llevó a mudarse tantos kilómetros lejos de casa. “Tenía que hacer horas de cola para comprar un pan. Yo no quería que ellos vivieran una infancia de necesidad, que me pidieran un helado y yo no pudiera dárselo”.
La familia de María Teresa dejó atrás un contexto de inflación acumulada hasta julio de 1.579,2%, según la Comisión de Finanzas de la Asamblea Nacional, en el que los alimentos básicos escasean o son revendidos a precios absurdamente altos porque el salario mínimo ronda los cinco dólares mensuales y son necesarios al menos 328 dólares para comprar los productos de la canasta básica, según el Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores.
Ahora, los niños están creciendo y haciendo su vida en Argentina por lo que sería difícil volver, dicen sus mamás. “La tranquilidad de saber que si mi hijo se enferma tengo donde llevarlo y tengo cómo curarlo, que puedo salir a la calle sin temor, no tiene precio”, agrega Cecilia. Para ella regresar tampoco es una opción por el momento. Le atormenta el hecho de que la vida de su hijo pueda estar en riesgo por una simple amigdalitis. Más de 20.000 médicos venezolanos han salido del país, según la última Encuesta de Nacional de Hospitales, y la escasez de medicamentos, suministros de salud e interrupciones de los servicios básicos en los centros han hecho que incluso el Ministerio de Salud dejara de publicar cifras oficiales en 2016.
“Quizás él decida más adelante que quiere volver, pero que sea a otra Venezuela. Ahora esa idea me aterra mucho más que el estar aquí. Él extraña, yo también extraño, pero todo es por su bienestar. Siempre estaré agradecida con este país,” agrega Cecilia.
Argentina siempre ha abierto sus puertas a inmigrantes. Sin embargo, Nadiezka, al igual que muchos venezolanos, teme que en algún momento las políticas migratorias se vuelvan más estrictas. Así pasó en Panamá en octubre de 2017 y Chile, Perú, Trinidad y Tobago, y Aruba, que en 2019 comenzaron a exigir visa de entrada a los venezolanos. Ante estas medidas, en mayo ACNUR reiteró su llamado a los estados para que permitiésen el acceso de los venezolanos a su territorio.
Este reportaje fue realizado durante el Mediatón #EnResistencia que Chicas Poderosas hizo en Argentina en julio de 2019. Más de 100 mujeres que trabajan en medios se reunieron para crear proyectos colaborativos multimedia, con el apoyo de Google News Initiative. Para ver los otros 12 proyectos creados en la Mediatón #EnResistencia, visita bit.ly/historiasenresistencia