Capítulo 8 + Pertenecer

Yo-Miami en transición

Abandonar Venezuela y encontrarse a sí mismx: ensayo fotográfico sobre un transgénero en Miami.


Hace poco regresaba de un viaje inesperado. Sobrevolaba Miami y por primera vez sentía que estaba llegando a casa. Reconocí desde arriba el estadio de los Marlins, los edificios de Brickell, Miami Beach, Key Biscayne y parte de lo que los cubanos llaman “la sagüecera”, que no es más que el área South West (sudoeste) de la ciudad.

Dos años viviendo aquí y aún no logro hacerme un panorama claro de Miami. Como tampoco logro hacerme un panorama claro de mi género. Hace 10 meses comencé un tratamiento hormonal que progresivamente me está convirtiendo en un hombre. Cada dos semanas recibo un shot de testosterona de 0,5 ml. Es una inyección intramuscular que ha logrado en estos 300 días que me salga pelo en la cara, que mi voz cambie y que mis extremidades se ensanchen. La mujer que dejó Venezuela en julio de 2017 es ahora un niño púber, un transgénero en su primer año, un casi hombre o un hombre incompleto. 


¿Pero qué es la completitud? Miami tampoco lo sabe. Casi el 53% de quienes vivimos aquí no nacimos aquí; el 69% de la población se identifica como latino o hispano y más del 73% habla otra lengua en casa que no es el inglés (United States Census Bureau, 2017). No es sorpresa para nadie. Sabemos a grandes rasgos lo que es Miami, nos entretiene su Spanglish y nos hemos enfrentado a su representación mediática donde reinan los cuerpos bellos y bronceados y donde parece que la fiesta latina nunca termina. 
Casi 17 millones de turistas visitaron esta ciudad durante 2018 (The Greater Miami Convention & Visitor Bureau (GMCVB)) para gozar un poquito de esta experiencia. ¿Sabrán que fuera del perímetro de la playa se vive otra cosa? ¿Les interesará? Me cuesta creer que quien se despide de la costa de Florida en un crucero lujoso con todo incluido piensa en lo que ocurre en la trastienda.


Cuando les digo a mis amigos que la Miami que yo vivo se duerme temprano no me creen. Tampoco me creen cuando les digo que los domingos la gente de mi vecindario va a misa (o la misa viene a ellos en un camión que, con las bocinas a todo volumen, reza el salmo responsorial). Hay que vivirlo para saber qué puedes comprar con el paupérrimo sueldo mínimo de Florida ($8.46 por hora), por lo que muchas veces tienes que tener dos o más trabajos para mantenerte. Así, esclavos de los impuestos, los peajes, la dificultad para acceder a un seguro médico o a los food stamps (ayudas del gobierno para la alimentación), muchos habitantes de Miami ven la playa, los hoteles, los rascacielos y las motos de agua como un show inalcanzable; un patio de juegos a donde no estamos invitados. 


Vivo en un espacio entre dos aguas. Veo esa vida de turista – o de quien está de paso para vivir las virtudes de la cuarta ciudad más corrupta de Estados Unidos (University of Illinois, Chicago, 2019.) – a un lado. Del otro, vivo una ciudad-pueblo, aislada y rota, dividida por grandes autopistas, compuesta en su mayoría por personas muy diferentes entre sí que están en la lucha. Pero no puedo ser tan blanco o negro. También ocurre en Miami un proceso de crecimiento donde algunos inversionistas están apostando por la vida de aquí y limpian los vecindarios, construyen edificios más modernos, crean parques y espacios de esparcimiento… Es lo que se conoce como gentrificación y la ciudad está viviendo esta transición muy celebrada por quienes aplauden un estilo de vida más upper-class y odiada por quienes son obligados a salir de sus históricos vecindarios. 


Qué cambios. Me miro en el espejo y no reconozco lo que soy pero tampoco recuerdo cómo era antes. La testosterona ha hecho efectos en mí, casi imperceptibles para los ojos de quienes me ven todos los días – incluyéndome – pero muy evidentes si comparamos una foto de hoy con una de hace 10 meses. Pienso que he cruzado unos umbrales que serían imposibles de cruzar en Venezuela, donde nací. No solo por el acceso al tratamiento, sino también por los nuevos intercambios con otras personas queer que me han permitido situarme en un lugar donde, por primera vez, yo soy más yo.


¿Pero cómo un yo puede construirse a partir de tantos fragmentos? La Miami rota, el género roto, la Patria rota…  Como un mosaico, he aprendido a rehacerme desde los pedazos, usando como centro mi exploración personal: mi transición. Por eso concurro a los eventos, fiestas, bares y exposiciones LGBTQ+ de esta ciudad: voy con la firme intención de encontrar El Dorado de mi identidad; voy con el propósito de pertenecer. Así he visto cómo los hombres cis gays disfrutan a tope Twist, la discoteca de Miami Beach a la que solía ir Versace. He recordado la clasificación de las maricas de Reinaldo Arenas en Azúcar, un local nocturno donde el cubatón es el género musical por excelencia. Me he puesto en evidencia al escudriñar el género de los más jóvenes que entran a Woods en Wynwood, hermosamente maquillados (es claro que yo todavía no me adecúo a la existencia de lo no-binario). He ido a fiestas donde los señores usan crop tops. He visto a los santeros besarse de a tres. He escuchado a una pareja gay, sin entenderse entre el creole y el inglés, entregándose al baile. He visto, por fin en la playa, las cicatrices que deja una mastectomía en el pecho de un transgénero. Me río a carcajadas con el performance de una drag de Hialeah, lugar mítico de la cubanidad. Y, agarrado de la mano de mi novia queer de Seattle, la vida es otra cosa; otra cosa diferente a cuando llegué hace dos años.


Desde los indios Tequesta que ocuparon estas costas en el año 3 a.C., pasando por las múltiples olas migratorias de cubanos, haitianos, nicaragüenses, colombianos, venezolanos, dominicanos, puertorriqueños, entre otros; los embates y  repercusiones del narco, el lujo de los rusos, la arquitectura art decó, la mezcla de todo y de nada;  el multimillonario en ese penthouse que veo desde el avión; los productos de maíz, el queso blanco y las hortalizas latinoamericanas en el ultra mercado gigante de la esquina; los picnic LGBTQ+ a los que he ido y donde me he sorprendido por la variedad de sus integrantes; hasta el saludo del farmaceuta que una vez más me da mi dosis de hormonas correspondiente del mes, hay un yo que acepta Miami como es porque Miami también me ha aceptado a mí como soy.

Isa Saturno es escritor y editor venezolano. Vive en Miami, Estados Unidos. En 2018 publicó su primer libro para niños Conejo y Conejo (Ediciones Ekaré, 2018). Sus poemas son parte de  varias antologías, incluida la publicación con motivo del premio de poesía joven Rafael Cadenas, en el que obtuvo el tercer lugar. Actualmente documenta su transición en la plataforma digital El Estímulo.  

Fotografías por Gabriel Méndez