Abandonar Venezuela y encontrarse a sí mismx: ensayo fotográfico sobre un transgénero en Miami.
Vivo en un espacio entre dos aguas. Veo esa vida de turista – o de quien está de paso para vivir las virtudes de la cuarta ciudad más corrupta de Estados Unidos (University of Illinois, Chicago, 2019.) – a un lado. Del otro, vivo una ciudad-pueblo, aislada y rota, dividida por grandes autopistas, compuesta en su mayoría por personas muy diferentes entre sí que están en la lucha. Pero no puedo ser tan blanco o negro. También ocurre en Miami un proceso de crecimiento donde algunos inversionistas están apostando por la vida de aquí y limpian los vecindarios, construyen edificios más modernos, crean parques y espacios de esparcimiento… Es lo que se conoce como gentrificación y la ciudad está viviendo esta transición muy celebrada por quienes aplauden un estilo de vida más upper-class y odiada por quienes son obligados a salir de sus históricos vecindarios.
Qué cambios. Me miro en el espejo y no reconozco lo que soy pero tampoco recuerdo cómo era antes. La testosterona ha hecho efectos en mí, casi imperceptibles para los ojos de quienes me ven todos los días – incluyéndome – pero muy evidentes si comparamos una foto de hoy con una de hace 10 meses. Pienso que he cruzado unos umbrales que serían imposibles de cruzar en Venezuela, donde nací. No solo por el acceso al tratamiento, sino también por los nuevos intercambios con otras personas queer que me han permitido situarme en un lugar donde, por primera vez, yo soy más yo.
¿Pero cómo un yo puede construirse a partir de tantos fragmentos? La Miami rota, el género roto, la Patria rota… Como un mosaico, he aprendido a rehacerme desde los pedazos, usando como centro mi exploración personal: mi transición. Por eso concurro a los eventos, fiestas, bares y exposiciones LGBTQ+ de esta ciudad: voy con la firme intención de encontrar El Dorado de mi identidad; voy con el propósito de pertenecer. Así he visto cómo los hombres cis gays disfrutan a tope Twist, la discoteca de Miami Beach a la que solía ir Versace. He recordado la clasificación de las maricas de Reinaldo Arenas en Azúcar, un local nocturno donde el cubatón es el género musical por excelencia. Me he puesto en evidencia al escudriñar el género de los más jóvenes que entran a Woods en Wynwood, hermosamente maquillados (es claro que yo todavía no me adecúo a la existencia de lo no-binario). He ido a fiestas donde los señores usan crop tops. He visto a los santeros besarse de a tres. He escuchado a una pareja gay, sin entenderse entre el creole y el inglés, entregándose al baile. He visto, por fin en la playa, las cicatrices que deja una mastectomía en el pecho de un transgénero. Me río a carcajadas con el performance de una drag de Hialeah, lugar mítico de la cubanidad. Y, agarrado de la mano de mi novia queer de Seattle, la vida es otra cosa; otra cosa diferente a cuando llegué hace dos años.
Desde los indios Tequesta que ocuparon estas costas en el año 3 a.C., pasando por las múltiples olas migratorias de cubanos, haitianos, nicaragüenses, colombianos, venezolanos, dominicanos, puertorriqueños, entre otros; los embates y repercusiones del narco, el lujo de los rusos, la arquitectura art decó, la mezcla de todo y de nada; el multimillonario en ese penthouse que veo desde el avión; los productos de maíz, el queso blanco y las hortalizas latinoamericanas en el ultra mercado gigante de la esquina; los picnic LGBTQ+ a los que he ido y donde me he sorprendido por la variedad de sus integrantes; hasta el saludo del farmaceuta que una vez más me da mi dosis de hormonas correspondiente del mes, hay un yo que acepta Miami como es porque Miami también me ha aceptado a mí como soy.