“Toda la violencia, el dolor y la injusticia sí podían concentrarse – de las maneras más cabronas – en una misma mujer. Y al mismo tiempo, lo que más me había impresionado, cuando la conocí, era su tenaz sentido de lucha. ”
No recuerdo el día exacto en que me enteré de esta historia y ella decidió quedarse conmigo, como un huésped incómodo. Pero fue una tarde calurosa de mayo de 2017, en San Salvador. Sucedió dentro de un consultorio del hospital público San Rafael, donde pasé casi todo el día hablando con una doctora y varios de sus pacientes.
Escuché tantas ese día pero ninguna se me quedó prendida como la de ella: una señora viuda, vestida de negro, con la voz aguda y una mirada dulce y sincera. Y todo fue porque pronunció una frase. Se la había dicho a su doctora, años atrás, en ese mismo consultorio, y la repitió delante de mí cuando empezó a contarme lo que había vivido: "Doctora, póngame la inyección porque yo sé que me van a violar".
Esas 12 palabras bastaron para que me quedara pensando y repensando en lo que le había sucedido a esa mujer en El Salvador para que estuviera dispuesta a correr el riesgo de atravesar medio continente y llegar a Estados Unidos, como tantos migrantes que hacen el viaje, buscando una mejor vida. Sabía que la podían violar, sabía que la podían desaparecer, sabía que que quizás no llegaría… ¿por qué se iba?
Solo me contó fragmentos que yo repetiría unos meses después, en Barcelona, España, en pleno invierno, en un salón de clases, ante el escritor Antonio Muñoz Molina, que había ido a provocar y a incitar a un grupo de estudiantes del máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra: ¿Qué puedes contar, que nadie más puede contar? Quería demostrarnos que cada uno de nosotros albergaba una historia, propia o ajena, que podía ser el origen de un cuento o una gran novela. La literatura que solo se alimenta de la literatura es pobre. Se necesita la experiencia.
No recuerdo quién contó la primera historia, solo sé que yo me tardé en contar la mía que no era mía, sino de ella. Me tembló la voz y las manos cuando repetí su frase y el resto de los fragmentos que fui recordando al hablar.
Quizás dije que sus palabras habían sido una premonición, porque había sido secuestrada en la frontera por unos coyotes que la vendieron a una red de trata de mujeres. Cuando logró escaparse, estaba tan enferma de todo lo que le habían hecho, que olía a "animal muerto" y había tenido que arrastrarse por el desierto de Arizona, porque casi no podía caminar.
Después de llegar finalmente a Los Angeles – y pasar un tiempo en el hospital – había conseguido trabajo en un restaurante. Allí había conocido a un guatemalteco, a quien nunca le importó que ella fuera VIH positivo. Se habían enamorado y se habían ido a vivir juntos. El “sueño americano”, a pesar de todo lo que había sufrido, aún era posible. Hasta que un día, ambos cayeron en una redada de ICE y fueron deportados en un vuelo directo a Guatemala.
Al poco tiempo de haber regresado a Centroamérica, sin trabajo y sin ahorros, se enteró de que estaba embarazada. Sucedió casi al mismo tiempo en que su marido había conseguido un empleo como conductor de camión. El bebé casi se muere en el parto, pero sobrevivió. Meses después, la tractomula de su esposo se fue por un barranco y nunca encontraron su cuerpo.
Cuando terminé de hablar me dolía la garganta, tenía los ojos encharcados y los cachetes encendidos. Pedí disculpas por no poder contenerme frente a los demás, pero la historia me sobrepasaba.
Si fuera una novela nadie me lo creería, me dijo el escritor. Era inverosímil que a un solo personaje le sucedieran tantas tragedias en la vida. Tenía razón.
Pero ella no era un personaje de novela con malísima suerte. Era una salvadoreña que había conocido, que me había contado lo que había vivido, o más bien sobrevivido. Su testimonio, a parches, era de lo más real -y duro- que había escuchado. Aunque costara creerlo, era posible: toda la violencia, el dolor y la injusticia sí podían concentrarse -de las maneras más cabronas- en una misma mujer. Y al mismo tiempo, lo que más me había impresionado, cuando la conocí, había sido su tenaz sentido de lucha.
¿Vas a contarlo? El escritor me animó a escribir la historia, y dijo otra frase que apunté en mi cuaderno de notas: Solo hay que hacer una novela cuando la historia que tienes no se puede contar de otra manera.
La única manera en que yo podía contarla era como periodista. No quería rellenar todos los huecos con mi imaginación, ni obviar algunos hechos en función de un relato menos tétrico. Su vida tenía momentos muy oscuros, pero quizás en medio de ellos podrían aparecer vetas luminosas que yo desconocía, porque la realidad también está llena de matices contradictorios.
Si quería contar su historia completa tendría que buscar de nuevo a esa mujer. No sabía dónde vivía, no tenía su teléfono, ni siquiera había apuntado su apellido. Y si la encontraba: ¿me revelaría sus recuerdos claroscuros para que yo los compartiera con todos los demás?
Ilustración por Gia Castello