En Tapachula y Huixtla, dos municipios en la frontera sur de México, decenas de mujeres migrantes trabajan de día y de noche en el comercio sexual. Su presencia es parte de la cotidianidad de ambas ciudades, incluso para las autoridades locales.
La socióloga y periodista Laura Aguirre viajó al lugar para conversar con dos mujeres sobre cómo es ejercer a diario el trabajo sexual en una zona donde confluyen la regulación y la informalidad, la protección y la persecución, la exclusión y la sororidad. Y cuenta la historia en este podcast:
Sobre esta historia
Ilustración por Gia Castello
Cuando se habla de mujeres que reciben dinero a cambio de sexo, las emociones suelen instalarse a flor de piel. Eso me pasó a mí cuando, en el 2011, decidí investigar y hacer una tesis de doctorado sobre las mujeres migrantes centroamericanas en la llamada “prostitución” de la frontera sur de México.
Inspirada por varios materiales periodísticos y documentales, llegué a la frontera sur con una idea muy clara: esas migrantes no solo eran expulsadas de sus países, sino que también caían en manos de mafias que las explotaban sexualmente. En otras palabras, eran víctimas de la trata de personas. Pero conforme fui conociendo de primera mano el contexto geográfico, las leyes y a las trabajadoras sexuales, me di cuenta que la realidad era mucho más compleja de lo que me habían contado.
No encontré a la “víctima” que me imaginaba: una mujer prostituída en la clandestinidad, sometida y sin más esperanza que ser rescatada. En cambio, hallé a migrantes irregulares que habían elegido hacer trabajo sexual antes que otras actividades económicas, a trabajadoras que iban y venían entre México y sus países de origen, que enviaban remesas a sus hijas e hijos, que visitaban a sus familias en fechas de fiestas o las traían a vivir con ellas a la frontera; mujeres solteras, acompañadas o casadas.
Sin embargo, esto no significó que las mujeres habían sido emancipadas por el trabajo sexual. Al mismo tiempo, las trabajadoras migrantes vivían con el peso del estigma social y casi sin derechos reconocidos. Esto las sometía a varios tipos de violencia de parte de la sociedad general y, en específico, de clientes, jefes y autoridades del Estado que las perseguían por ser una amenaza a la moral o por considerarlas víctimas del delito.
Esta aparente paradoja es la que me atrapó y aún sigue alimentando mi necesidad de entender las dinámicas que hacen funcionar el mercado sexual en un contexto migratorio específico y del que aún conocemos tan poco. Este es el marco en el que se instaura la historia que presento, la de La Colectiva, un relato donde confluyen la regulación y la informalidad, la protección y la persecución, la exclusión y la sororidad, las opresiones y las posibilidades.